ese penoso enero,
en que empezó a llover a media tarde
y de madrugada solamente se veía una
cortina de cuentas mojadas
desde la ventana.
Abrí la puerta del balcón
y me senté bajo el alféizar,
algunas gotas rebotaban en las baldosas
y me daban
entre ceja y ceja,
era agradable.
Me amarré a un botellín de cerveza de importación y
dejé pasar el (mal) tiempo,
yo era como el portero vencido,
me habián regateado y el delantero se había plantado
a portería vacía dispuesto a marcar.
Al cabo de un rato,
se acabó el botellín y
aún no sé muy bien por qué,
lo dejé a la intemperie.
Cuando se llenó, cogí el agua de la lluvia y
me lavé la cara con ella.
Desde entonces,
desde aquella velada fría,
las noches en que lloro
siempre vienen nubladas y sé
que no estoy llorando solo.
Alberto Clavería